Tocaba la flauta en la calle Mayor, a escasos metros de la Plaza de Cervantes. Llevaba un gorro como de Robin Hood, con plumas y todo, una chaqueta con flecos y unos vaqueros con remiendos. Tenía la piel del color de la herrumbre porque en la calle las personas se oxidan como los clavos y los tornillos viejos. Ofrecía melodías alegres a los alcalaínos, pero estos no le hacían mucho caso. A veces las acompañaba con ligeros bailes apenas perceptibles, se le iban las piernas y daba pequeños saltitos. Cuando no tocaba, estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, y miraba a todo y a todos con media sonrisa porque sonreír era gratis, todavía no había que pagar por ello. Estaba flaco como un palillo, la ropa le venía grande porque el mundo le venía grande y cuando todo te viene grande tienes que subsistir en la calle, donde te haces pequeño, insignificante, hasta el punto de que ni tocando la flauta te hacen caso. Tenía una mochila grande de tela donde llevaba sus pertenencias, y en esa mochila se colocaba su perro, un perrito pequeño de color negro y marrón que llevaba un collar de cuero verde con dos bolas de plástico transparente colgando. Cuando llegaba a su zona de la calle Mayor, ponía la mochila con cuidado y la moldeaba con las manos, como un cojín, para que el perrito estuviera cómodo, y el perro se convertía en amo y señor de la calle y observaba a todo el que pasaba con la soberbia y la indiferencia de los perros. De vez en cuando miraba a su amo fijamente cuando se ponía a tocar y cuando se cansaba de hacerlo, volvía a mirar a los paseantes y solo a veces se quedaba frito. Era un perro tranquilo que comía pienso porque en la mochila también iba el pienso. En lugar de comer lo que podía o las sobras, se alimentaba de la mejor manera posible. Cuando el flautista daba por terminado el concierto, el perro se levantaba de la mochila, el hombre la recogía y los dos salían andando hacia algún sitio, a saber, uno de esos lugares donde duermen los músicos que no tienen dónde dormir, la puta calle, seguro, y los dos andaban como dando saltitos, el perro y el hombre de la flauta, y a la gente le hacía gracia esa extraña unión porque el perro era bonito y parecía realmente fascinado con el hombre. Si este se paraba, él se paraba, si se sentaba en un banco, se subía con él, si el hombre bebía de la fuente, le miraba con atención hasta que le subía en brazos para que bebiera.
Como negocio, pedir en la calle a cambio de un poco de música suele ser deficitario, pero al menos tenía al perro, que no le cuestionaba ni le montaba el número, podía permitirse hasta tocar mal sin reproches, era libre de esa manera en la que lo pueden ser los que no tienen ni asegurada una tumba, una forma de libertad poco agradable en la que hace mucho frío y mucho calor y no hay resguardo ante las inclemencias del tiempo, por eso se buscaba la vida tocando bajo los soportales de la calle Mayor, por si la lluvia le atacaba por tocar mal, la libertad está llena de inconvenientes para los pobres.
Una tarde pasé por allí y le vi con la flauta en la mano mirando el trajín de la calle un poco perdido. Todavía tenía la media sonrisa pero la mirada le había cambiado. En la mochila no estaba el perro. En los días siguientes tampoco vi al animal. El flautista tocaba poco ya. Un día me pidió un cigarro. Se lo di y me pidió fuego, que tampoco tenía. Le encendí el cigarrillo y aspiró el humo con ansia, como si el tabaco le pudiera matar el hambre, me dio las gracias, tío, muchas gracias, tío, y le pregunté por el perrito y entonces se le nublaron los ojos, se le pusieron grises, se le metieron para dentro, la herrumbre de su piel se oscureció, dio dos caladas más antes de contestarme y me dijo que se lo habían quitado y que no lo había vuelto a ver, se lo habían quitado porque no podía tener un perro pero al menos tenía un cigarrillo, muchas gracias, tío. Me lo han quitado, tío, repitió, le dio mucha pena porque ya no podía hablarle a nadie, en fin, lo tenía una pareja en su casa, quizá estaría mejor, pero el perrito le miraba cuando se lo llevaron, no dejó de mirar al flautista hasta que se perdió en la lejanía. Le di otro cigarrillo y el mechero, le dije que lo sentía y me fui. Nunca más volví a verle y su trozo de la calle Mayor no lo ocupó nadie nunca más. Quizá terminó comiéndosele del todo la herrumbre, por dentro y por fuera. La soledad es un poco eso, la herrumbre del alma.
Se me acaba de encoger el corazón hasta convertirse en una ciruela pasa que se ha saltado un latido. Qué tristeza 😔
Describes tan increíblemente bien la soledad que siempre me dan ganas de charlar contigo y darte un abrazo.