De niño le dio por meter un dedo en el cacharro que utilizaba la familia para picar la carne y posteriormente embutir chorizos, y desde entonces le faltaba algo más de medio dedo índice de la mano izquierda. Aquello le valió una buena reprimenda y la leyenda en el pueblo de que era un chico extremadamente tonto. Cuando se convirtió en un joven pequeño y robusto, la localidad ya no tenía nada que ofrecerle, así que se fue a trabajar a Barcelona. En su casa de piedra castellana del pueblo, su madre y el resto de la familia siguieron fabricando chorizos, aunque tuvieron que cambiar la picadora porque a nadie le apetecía encontrarse alguna sorpresa en ella, como aquellos alemanes que estuvieron años comiendo salchichas de carne de persona que les sabían raras pero de las que no podían prescindir porque eran baratas.
En Barcelona, Alberto encontró el amor. No es que lo fuera buscando. Surgió, sin más. Vivió aquel amor de forma clandestina, como se hacía entonces, vivió un amor delincuencial hasta bien entrada la democracia, momento en el que se debió sentir liberado, sin duda, aunque no lo suficiente hasta que se pudo casar con aquel hombre. Vivieron juntos en un pequeño piso de la ciudad. Alberto trabajó en una fábrica de coches. En su tiempo libre, leía El País y leía libros sobre árboles y plantas y sobre animales salvajes. Las mañanas de los sábados salía temprano para dar un paseo. Luego desayunaba en algún bar mientras leía el diario y después se fumaba un purito, salía del bar a seguir paseando y cuando se cansaba, volvía a casa con su pareja. Por la tarde, iban al cine, al teatro, a tomar algo. Cuando pudieron casarse, ya llevaban juntos algunas décadas.
Alberto pasaba casi todos los puentes y las vacaciones enteras en el pueblo. Era un pueblo pequeño, el lugar perfecto para ahogarse. Allí seguían viviendo su madre y su tía, aunque ya no hacían chorizos, por lo que Alberto pudo seguir con el resto de las manos intactas hasta el día de su muerte. Lo que no pudo es ir al pueblo con su pareja porque en el pueblo hay que ser ordenados. Todo el mundo pensaba ya que aquel hombre recio y bigotón que lucía una gruesa cadena de oro en el cuello y otra similar en la muñeca tenía algo que allí no se podía tener, o no se debía tener en público, algo de lo que avergonzarse bastante, algo que no se debía exhibir, entendiendo exhibir como el mero hecho de hablar de ello con naturalidad o dejarse ver de la mano con otro hombre. En el pueblo, Alberto salía a pasear por el monte ayudándose con una vara de acebo algo más alta que él, como un profeta bíblico. En el pueblo, jugaba al guiñote con otros hombres, envuelto en el espeso humo del tabaco negro, bajo el pesado aliento etílico de los parroquianos, era el solterón aunque no lo fuera, alguien del que cuchichear en cuanto acababa la partida y se levantaba a por una cerveza a la barra. En realidad, todos sospechaban qué clase de vida hacía Alberto en Barcelona, e incluso solían adornar sus sospechas con los más sórdidos detalles. En realidad, ni siquiera eran sospechas, todo el mundo sabía en el fondo lo que había, pero actuaban en su presencia como si no tuvieran ni idea, como si mencionar el asunto supusiera una ruptura con el orden del universo, un universo pequeño, microscópico, que se miraba el ombligo, un universo en el que no ir a misa en domingo era un insulto al pueblo entero.
Veían a Alberto como se mira a los extraños, aunque lo hubieran visto crecer, aunque conocieran a toda su familia desde siempre. Alberto era un rojo que leía El País, hasta se paseaba por el pueblo con el periódico bajo el sobaco. Alberto podía hablar durante horas sobre esta o aquella planta, sobre setas comestibles o no comestibles, sobre el futuro de la automoción, sobre el último acontecimiento internacional que tuviera a todos en vilo. Hablaba como hablan algunos hombres con cultura de periódico, tan extensa como superficial, y todo el mundo le consideraba un pesado, un tío que se creía más listo que los demás, como si creyera que no sabían que era maricón.
Cuando la madre de Alberto murió, la enterraron en el pequeño cementerio del pueblo, un cementerio como de película de terror gótica, y ni siquiera para algo así le acompañó su marido, pues habría dado mucho que hablar, la gente lo habría considerado una afrenta, hasta su madre, que sospechaba que su hijo no era exactamente heterosexual, en realidad no sabía nada de su yerno, poco más que alguien que estaba lejos pero al que jamás había visto, lo que le permitía vivir con la fantasía de que en realidad su existencia no era demasiado importante, así que una vez muerta, podría haberse levantado de la tumba al descubrir a su hijo de la mano de otro hombre, por no hablar de las allí presentes, que consideraban que un hombre adulto no puede ir de la mano de otro hombre como si fuera un niño porque eso era propio de, sí, maricones. Una cosa era ser homosexual y otra no ocultarlo, eso era un insulto, una falta de respeto, como ser comunista, algo que no se debía hacer porque en el pueblo rigen otras normas, unas normas no escritas que dictan lo que es decente y lo que no. Saltárselas tenía consecuencias, como el ostracismo. No retiraban la palabra, pero la administraban con cuentagotas.
Alberto dejó de ir al pueblo cuando su madre murió. Ya no tenía ninguna razón para hacerlo, ya no había nada allí para él, si es que alguna vez lo hubo. Tenía que vivir con la cicatriz y el muñón del dedo, era como un recordatorio de que su lugar allí siempre había estado equivocado, de que el pueblo le rechazaba con esa forma de rechazo sutil que tienen los pueblos, esa guerrilla de baja intensidad contra el diferente, esas miradas de reojo y esas palabras ininteligibles a la espalda. Con los años, su madre no fue la única que le dejó, también lo hizo su marido, después de una larga enfermedad. Lo estuvo cuidando hasta el último día con la seguridad de que en cualquier momento el hombre se desvanecería para siempre, un cuidado desagradecido en el que aquel Dios de mierda que nunca abandonó su pueblo les abandonó a ambos. Y entonces, el silencio, porque la muerte no es más que eso, el silencio de los que se quedan, y sintió que aquello era una pérdida total, primero su madre y luego su marido, y habría dado los cuatro dedos restantes de su mano huérfana de dedos con tal de volver atrás, con tal de poder seguir sintiendo que su compañero, su marido, seguía vivo, le escuchaba, le miraba con ternura, le hacía sentir que no importaban los dedos de menos que uno tuviera siempre que le tuviera a él.
Enterrada la madre y enterrado el marido, Alberto volvió al pueblo. Ya jubilado, se integró en la soporífera vida rural como pudo. La gente empezó a tratarle de otra manera porque era un hombre solo y mayor que había vuelto al redil y porque, maricón o no, lo necesitaban para las partidas de guiñote. La vida era gris, era fría y era incómoda. Además, el periódico ya no llegaba al pueblo, por lo que Alberto se marchitaba a diario escuchando las noticias en una radio pequeñita que perteneció a su madre. El mundo se oscureció a su alrededor y se preguntó qué hacía allí, respirando una hostilidad que le asfixiaba. Hizo las maletas y volvió a Barcelona, al viejo piso donde habían dejado el amor en cada rincón, en cada pelusa, en cada tabla de madera que crujía bajo sus pies. Un día, al pueblo llegó la noticia de la muerte de Alberto. La casa de su madre se la quedó un familiar lejano. Era un tío raro, Alberto, a saber qué hacía por ahí. Le faltaba un dedo, fíjate si era tonto que lo metió en la picadora. A veces no iba a misa los domingos. Un sinvergüenza, eso es lo que era.
Espero una antología de todo esto en forma de libro en unos meses, joven! 👏🏻👏🏻👏🏻
Puf 🥺🥺🥺 se me han saltado las lágrimas